Leonora.
“Ahora lo que me
siento, es más vieja
y cada día que me
despierto
estoy contenta pero
al mismo tiempo
me extraño de estar
viva y amanecer otra vez…
Uno puede seguir
aprendiendo hasta yo no sé cuándo."
Una ocasión:
Te recuerdo con una gabardina
color marrón y una bolsa negra sostenida en tu brazo izquierdo, el guardia de
la librería, no podía permitir que entraras con semejante bolsa, yo no podía permitir
que cometiera semejante estupidez. ¿Robarías tus libros?
Quise preguntarte más sobre
la dama oval, quise preguntarte, si en verdad había perros blancos que cuidaban
tus sueños, si tus muñecas bordadas tenían ojos o los llevabas en el bolso
negro, quise preguntarte sobre tus silencios. Tenía la boca llena de letras, me
miraste a los ojos, sonreíste intuyendo mi emoción y tocaste mi hombro. Nunca olvidare la profundidad de tu mirada, el peso liviano de tu mano y mi emoción
infantil. Me quede parada suspendida en el tiempo, enamorada, repasando los
detalles que me emocionaban de tus pinturas, reproduciendo párrafos completos
que estaban anclados en mi memoria, recurro a tus escritos en busca de respuestas,
me asombro de verme emocionada, aterrada como en mis últimos años de
adolescente, esos verdaderamente son mis cuentos infantiles.
Hubo una segunda ocasión
que estuve frente a ti, año 2009, varias tardes me entretuve caminando rumbo a
tu casa en la colonia Roma, al llegar, me quedaba parada fuera imaginando lo
que hacias. ¿Tendrían un color diferente en cada dedo? ¿Cuántas plumas de
diferentes tintas, diferentes puntos tendrías? ¿Cuantas muñecas acompañarian tus tardes? ¿Debí tocar?
Este sentimiento reduce mis
palabras a cenizas, recurro al silencio y a la reproducción de tus letras, que
han sido para mí un refugio antes de mi locura. (Ganas perras de llorar)
El enamorado.
Paseando al anochecer por una
callejuela, hurté un melón. El frutero, que estaba escondido detrás de sus
frutas, me atrapó por el brazo: “Señorita, me dijo, hace cuarenta años que
espero una ocasión como ésta. Cuarenta años que me la paso escondido detrás de
esta pila de naranjas con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta. Y
le digo por qué: necesito hablar, necesito contar mi historia. Si usted no me
escucha, la entregaré a la policía.”
“Le escucho”, dije yo.
Me tomó del brazo y me llevó al
interior de su tienda entre frutas y legumbres. Pasamos por una puerta, al
fondo, y llegamos a un cuarto. Había allí un lecho en el que hacía una mujer
inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debía estar allí desde hacía
mucho tiempo pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. “Lo riego
todos lo días”, dijo el frutero con aire pensativo.
“En cuarenta años nunca he llegado
a saber si estaba muerta o no. Nunca se ha movido, ni hablado, ni comido
durante ese lapso; pero lo curioso es que sigue estando caliente. Si usted no
me cree, mire”. Y entonces levantó un ángulo de la cobija, lo que me permitió
ver muchos huevos y algunos polluelos recién nacidos. “Usted ve, es el modo que
utilizo para incubar los huevos (también vendo huevos frescos)”.
Nos sentamos a cada lado del lecho
y el frutero comenzó a hablar: “La quiero tanto, créame. La he querido siempre.
Era tan dulce. Tenía unos piesecitos ágiles y blancos. ¿Quiere usted verlos?”
“No”, dije yo.
“En fin”, continuó diciendo con un
profundo suspiro, “era tan hermosa. Yo tenía cabellos rubios, ella hermosos
cabellos negros (ahora, los dos tenemos cabellos blancos). Su padre era un
hombre extraordinario. Tenía una gran casa en el campo. Se dedicaba a
coleccionar costillas de cordero. Por ese motivo llegamos a conocernos. Yo
tengo una especialidad: sé desecar la carne con la mirada. El señor Pushfoot
(ése era su nombre) oyó hablar de mí. Me invitó a su casa para desecar sus
costillas a fin de que no se pudrieran. Agnes era su hija. Fue un amor a
primera vista. Partimos juntos en barco por el Sena. Yo remaba. Agnes me
hablaba así: “Te quiero tanto que vivo sólo para ti”. Y yo le decía lo mismo.
Creo que es mi amor lo que la mantiene cálida; quizás está muerta, pero el
calor persiste”. – “El año próximo”, prosiguió con la mirada perdida, “sembraré
algunos tomates; no me asombraría que se desarrollaran bien allí dentro.” –
“Caía la noche y no se me ocurría dónde pasar nuestra primera noche de bodas;
Agnes se había vuelto pálida, muy pálida por la fatiga. Finalmente, apenas
salimos de París, vi una cantina que daba sobre la orilla. Aseguré el barco y
penetramos por la galería negra y siniestra. Había allí dos lobos y un zorro
que se paseaban a nuestro alrededor. No había nadie más”.
“Llamé, llamé a la puerta que
encerraba un terrible silencio. “Agnes está muy fatigada, Agnes está muy
fatigada”, gritaba yo lo más fuerte que podía. Finalmente una vieja cabeza se
asomó por la ventana y dijo: “No sé nada. Aquí el patrón es el zorro. Déjeme
dormir: usted me fastidia.” Agnes se puso a llorar. No quedaba otro remedio:
tenía que dirigirme al zorro. “¿Tiene usted camas?” le pregunté varias veces.
No respondió nada: no sabía hablar. Y de nuevo la cabeza, más vieja que antes,
que desciende suavemente desde la ventana, atada a un cordoncito: “Diríjase a
los lobos; yo no soy el patrón aquí. Déjeme dormir, por favor”. Acabé por
comprender que esa cabeza estaba loca y que no tenía sentido continuar. Agnes
seguía llorando. Di varias vueltas alrededor de la casa y al fin pude abrir una
ventana por la que entramos. Nos encontramos entonces en una cocina alta; sobre
un gran horno enrojecido por el fuego había unas legumbres que se cocían solas
y saltaban por sí mismas en el agua hirviendo; ese juego las divertía mucho.
Comimos bien y después nos acostamos sobre el piso. Yo tenía a Agnes en mis
brazos. No pudimos dormir ni un minuto. Esa terrible cocina contenía toda clase
de cosas. Una enorme cantidad de ratas se había asomado al borde exterior de
sus agujeros, y cantaban con vocecitas aflautadas y desagradables. Había olores
inmundos que se inflaban y desinflaban uno tras otro, y corrientes de aire.
Creo que fueron las corrientes de aire las que acabaron con mi pobre Agnes. Ya
nunca más se recobró. Desde ese día habló cada vez menos”.
Y el frutero estaba tan cegado por
las lágrimas que no tuve dificultad en escaparme con mi melón.
Tomado de “Antología de la poesía surrealista”. Aldo Pellegrini
(Editorial Argonauta), Barcelona-Buenos Aires, 1981
Traducción de Aldo Pellegrini del libro de Leonora Carrington “La Dame
Ovale” (1939, París)