mayo 26, 2011

Leonora Carrington (6 de abril de 1917, Lancashire, Inglaterra - Ciudad de México, 26 de mayo de 2011)


Leonora.
“Ahora lo que me siento, es más vieja
y cada día que me despierto
estoy contenta pero al mismo tiempo
me extraño de estar viva y amanecer otra vez…
Uno puede seguir aprendiendo hasta yo no sé cuándo."

Una ocasión:

Te recuerdo con una gabardina color marrón y una bolsa negra sostenida en tu brazo izquierdo, el guardia de la librería, no podía permitir que entraras con semejante bolsa, yo no podía permitir que cometiera semejante estupidez. ¿Robarías tus libros?  
Quise preguntarte más sobre la dama oval, quise preguntarte, si en verdad había perros blancos que cuidaban tus sueños, si tus muñecas bordadas tenían ojos o los llevabas en el bolso negro, quise preguntarte sobre tus silencios. Tenía la boca llena de letras, me miraste a los ojos, sonreíste intuyendo mi emoción y tocaste mi hombro.  Nunca olvidare la profundidad  de tu mirada, el peso liviano de tu mano y mi emoción infantil. Me quede parada suspendida en el tiempo, enamorada, repasando los detalles que me emocionaban de tus pinturas, reproduciendo párrafos completos que estaban anclados en mi memoria, recurro a tus escritos en busca de respuestas, me asombro de verme emocionada, aterrada como en mis últimos años de adolescente, esos verdaderamente son mis cuentos infantiles.  
Hubo una segunda ocasión que estuve frente a ti, año 2009, varias tardes me entretuve caminando rumbo a tu casa en la colonia Roma, al llegar, me quedaba parada fuera imaginando lo que hacias. ¿Tendrían un color diferente en cada dedo? ¿Cuántas plumas de diferentes tintas, diferentes puntos tendrías? ¿Cuantas muñecas acompañarian tus tardes? ¿Debí tocar?
Este sentimiento reduce mis palabras a cenizas, recurro al silencio y a la reproducción de tus letras, que han sido para mí un refugio antes de mi locura. (Ganas perras de llorar)


El enamorado.
Paseando al anochecer por una callejuela, hurté un melón. El frutero, que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó por el brazo: “Señorita, me dijo, hace cuarenta años que espero una ocasión como ésta. Cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta. Y le digo por qué: necesito hablar, necesito contar mi historia. Si usted no me escucha, la entregaré a la policía.”
“Le escucho”, dije yo.
Me tomó del brazo y me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres. Pasamos por una puerta, al fondo, y llegamos a un cuarto. Había allí un lecho en el que hacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debía estar allí desde hacía mucho tiempo pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. “Lo riego todos lo días”, dijo el frutero con aire pensativo.
“En cuarenta años nunca he llegado a saber si estaba muerta o no. Nunca se ha movido, ni hablado, ni comido durante ese lapso; pero lo curioso es que sigue estando caliente. Si usted no me cree, mire”. Y entonces levantó un ángulo de la cobija, lo que me permitió ver muchos huevos y algunos polluelos recién nacidos. “Usted ve, es el modo que utilizo para incubar los huevos (también vendo huevos frescos)”.
Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar: “La quiero tanto, créame. La he querido siempre. Era tan dulce. Tenía unos piesecitos ágiles y blancos. ¿Quiere usted verlos?” “No”, dije yo.
“En fin”, continuó diciendo con un profundo suspiro, “era tan hermosa. Yo tenía cabellos rubios, ella hermosos cabellos negros (ahora, los dos tenemos cabellos blancos). Su padre era un hombre extraordinario. Tenía una gran casa en el campo. Se dedicaba a coleccionar costillas de cordero. Por ese motivo llegamos a conocernos. Yo tengo una especialidad: sé desecar la carne con la mirada. El señor Pushfoot (ése era su nombre) oyó hablar de mí. Me invitó a su casa para desecar sus costillas a fin de que no se pudrieran. Agnes era su hija. Fue un amor a primera vista. Partimos juntos en barco por el Sena. Yo remaba. Agnes me hablaba así: “Te quiero tanto que vivo sólo para ti”. Y yo le decía lo mismo. Creo que es mi amor lo que la mantiene cálida; quizás está muerta, pero el calor persiste”. – “El año próximo”, prosiguió con la mirada perdida, “sembraré algunos tomates; no me asombraría que se desarrollaran bien allí dentro.” – “Caía la noche y no se me ocurría dónde pasar nuestra primera noche de bodas; Agnes se había vuelto pálida, muy pálida por la fatiga. Finalmente, apenas salimos de París, vi una cantina que daba sobre la orilla. Aseguré el barco y penetramos por la galería negra y siniestra. Había allí dos lobos y un zorro que se paseaban a nuestro alrededor. No había nadie más”.
“Llamé, llamé a la puerta que encerraba un terrible silencio. “Agnes está muy fatigada, Agnes está muy fatigada”, gritaba yo lo más fuerte que podía. Finalmente una vieja cabeza se asomó por la ventana y dijo: “No sé nada. Aquí el patrón es el zorro. Déjeme dormir: usted me fastidia.” Agnes se puso a llorar. No quedaba otro remedio: tenía que dirigirme al zorro. “¿Tiene usted camas?” le pregunté varias veces. No respondió nada: no sabía hablar. Y de nuevo la cabeza, más vieja que antes, que desciende suavemente desde la ventana, atada a un cordoncito: “Diríjase a los lobos; yo no soy el patrón aquí. Déjeme dormir, por favor”. Acabé por comprender que esa cabeza estaba loca y que no tenía sentido continuar. Agnes seguía llorando. Di varias vueltas alrededor de la casa y al fin pude abrir una ventana por la que entramos. Nos encontramos entonces en una cocina alta; sobre un gran horno enrojecido por el fuego había unas legumbres que se cocían solas y saltaban por sí mismas en el agua hirviendo; ese juego las divertía mucho. Comimos bien y después nos acostamos sobre el piso. Yo tenía a Agnes en mis brazos. No pudimos dormir ni un minuto. Esa terrible cocina contenía toda clase de cosas. Una enorme cantidad de ratas se había asomado al borde exterior de sus agujeros, y cantaban con vocecitas aflautadas y desagradables. Había olores inmundos que se inflaban y desinflaban uno tras otro, y corrientes de aire. Creo que fueron las corrientes de aire las que acabaron con mi pobre Agnes. Ya nunca más se recobró. Desde ese día habló cada vez menos”.
Y el frutero estaba tan cegado por las lágrimas que no tuve dificultad en escaparme con mi melón.
Tomado de “Antología de la poesía surrealista”. Aldo Pellegrini (Editorial Argonauta), Barcelona-Buenos Aires, 1981
Traducción de Aldo Pellegrini del libro de Leonora Carrington “La Dame Ovale” (1939, París)

mayo 24, 2011

Dura primavera I: 3:50

3:50

Estas madrugadas, he descubierto la hora en que los misterios irrumpen. Gracias, Curtis.
Los perros ladran al vacio inocuo, 
                                los alacranes mueren de insomnio 
                                                     y la luna es una raja en el cielo.

Estas madrugadas, he descubierto que aquellas imagenes amándonos se han desteñido de tu memoria. Desearía no fuera así.
Una ebria estúpida vomita sobre la carretera: mientras: el sonido de sus corridos vulgariza la oscuridad, me gustaría se proyectara: en el siguiente poste o en el siguiente tope o llegando a su destino.

Estas madrugadas crueles, me ha perseguido la respuesta del-por-qué: 
el timbre de tu voz
                           no llegará más al auricular. 

Un estallido de vidrios se escucha a lo lejos.
La caja de cigarros está vacía: 
                                             ¡Qué desilusión!